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sábado, 26 de marzo de 2011

LA MISIÓN DE LOS DISCÍPULOS AL SERVICIO DE LA VIDA

DISCIPULADO:
A LA ESCUCHA PERMANENTE DE DIOS Y DE SUS DESIGNIOS
-UNA VISIÓN BÍBLICA-


1. INTRODUCCIÓN

Antes de continuar conviene definir los términos que componen el título de la ponencia. En primer lugar, por discípulo (mathetes) entendemos en general a un escolar que está en relación con un maestro para ser instruido por él; pero en los evangelios con este término se hace referencia al pequeño grupo de discípulos que siguen a Jesús. En este caso, se trata de un número reducido de personas, que hasta pueden caber todos dentro de una barca (Mc 6,45-52), o hacer reuniones en una casa (7,17; 9,28). En sentido más restringido, discípulo es el que se adhiere a una doctrina y vive conforme a ella. En este sentido ya los profetas tenían sus discípulos, así como los fariseos (ellos tenían talmidim a quienes instruían en la Escritura y en las tradiciones de los padres: Mc 2,18; Mt 22,16) y Juan Bautista (Mt 9,14; 11,2; Jn 1,35). En los hechos de los Apóstoles son discípulos todos los que abrazan la fe de Jesús, de tal manera que discípulo viene a ser lo mismo que cristiano (Act 6,1; 9,19). Los invito para que profundicemos un poco más en la raíz hebrea del término discípulo: el sentido fundamental de la raíz hebrea lmd es el de “hacer experiencia o adquirir familiaridad con alguna cosa”. No solamente desde el punto de vista intelectual, sino que el conocimiento y el aprendizaje implican una experiencia existencial de toda la persona. Es familiarizarse con la propuesta de vida que viene comunicada. El discípulo de la Toráh, no solo la estudia y la examina, sino que al mismo tiempo la observa y la pone en práctica. Todo maestro en Israel dependía de la Toráh que lo precedía y lo guiaba a una experiencia vital con ella. Para él, la vía de la sabiduría comenzaba desde la fe, es decir, desde la acogida alegre y vivida de la Toráh.

Para poder tener esta experiencia de la Palabra de Dios que llevaba a escuchar al Dios de la Palabra, es que nace la escucha: Shemá’. En Dt 6,4-9: leemos: escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Y las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas.

Todo Israel, es decir, cada hebreo en particular, es interpelado para que escuche. Todos los creyentes hebreos deben entonces escuchar las palabras del Shemá’, aprenderlas de memoria, hacer de ellas norma (camino) de vida y comunicarlas a sus descendientes.

1.1 Adán-Eva

La primera vez que aparece en la Biblia el verbo escuchar (Shemá’) es en el libro del Génesis y en un contexto muy particular: y oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba en el huerto al fresco del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del huerto. (Gn 3,8). Casualmente se trata en un contexto, donde nuestros primeros padres no fueron capaces de escuchar (obedecer) la voz primera del Señor: de todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás (Gn 2,16). La no escucha de la voz de Dios causa tristeza y angustia, que desemboca en un esconderse de Dios. Lo cual es contrario al plan de salvación. Dios creó al hombre a imagen y semejanza para que entrara continuamente en contacto con él, para que hubiera una relación de amistad. Cuando el hombre desobedece a Dios, busca escondederos por todos lados: ante el terror del Señor los hombres se esconderán entre las rocas (Is 2,19). Los primeros padres disciernen la voz del Señor que los interroga dentro de sus corazones por sus acciones.

1.2 Los Patriarcas

Los patriarcas escuchan la voz de Dios desde la experiencia de vida, en medio de sus dificultades cotidianas, en los conflictos familiares, en los conflictos tribales, con los pueblos vecinos. No debió ser nada fácil para Abraham atender a la voz de Dios cuando le pide que sacrifique a su Hijo, al unigénito, al que más quiere, a Isaac. Pero después de cumplir con todos los rituales del caso para el sacrificio, Dios no sólo le vuelve a hablar, sino que por haber escuchado su voz, le revela todos sus designios para con la humanidad entera: y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, porque tú has obedecido mi voz (Gn 22,18; 26,5).

Una de las claves como se puede leer el libro Génesis es a partir de la experiencia de José: ahora pues, no os entristezcáis ni os pese por haberme vendido aquí; pues para preservar vidas me envió Dios delante de vosotros (Gn 44,5). José escucha dentro de su corazón la voz de Dios que lo invita a la reconciliación con sus hermanos y es allí donde se desencadena un hondo discernimiento de su propia historia, para descubrir que detrás de todo estaba el designio amoroso de Dios para con su familia. Si no hubiera sido así, el pueblo hubiera perecido de hambre, pero el Dios de la vida quiso salvarlos de esa manera.

Saber escuchar, obedecer, leer los designios de Dios y comunicarlos a la gente, no es fácil, pero esta es la tarea y la razón de ser del discípulo. Dios actúa siempre con el concurso de los hombres, Dios por sí solo no trabaja, no crea, no organiza, no pone orden a la vida del hombre. Por esta razón el hombre tendrá que estar dispuesto a la escucha de Dios que puede hablar de distintas maneras, tendrá que entrenarse en el discernimiento que por lo general lo hace con el concurso de la humanidad, y finalmente a la acción para llevar el mensaje a los mismos hombres.


2. LOS DISCÍPULOS DE DIOS

2.1 Moisés

Entre todos los maestros de Israel sobresale la figura de Moisés, que enseña a su pueblo la Toráh en nombre de Dios; a su vez los israelitas enseñan a sus hijos en una cadena ininterrumpida que se constituye en tradición viva del pueblo de Dios.

Moisés no tiene discípulos particulares, sino que todo Israel es su discípulo. Por tanto, todos los maestros en Israel se deben poner a la escuela de Moisés, pero ninguno podía abrogarse el título de maestro como Moisés. La más grande ambición de un maestro era desaparecer para que resplandeciera la enseñanza de Moisés.

Moisés aprendía de Dios, con el cual hablaba cara a cara (Dt 34,10). El único maestro es el Señor, pero Él viene al encuentro de cada discípulo por medio de la enseñanza de Moisés. Moisés se encuentra con Dios en el Sinaí, lo escucha… entiende que tiene una misión: dar a conocer la voluntad de Dios para un pueblo que sufre… es en la intimidad del Sinaí donde puede escuchar la voz de Dios y empezar a descubrir sus designios, pues antes quería liberar al pueblo con sus propias fuerzas, con la violencia, matando a un egipcio. Dios le hace ver que su proyecto es distinto, pero primero tiene que escuchar y discernir lo que Dios le comunica.

La figura que se contrapone aquí a Moisés es la del Faraón de Egipto, de él se dice que su corazón se endurece para no escuchar la voz de Dios (Ex 7,13). En la antigüedad el rey era quien tenía la máxima comunicación con la divinidad, a él se le revelaban los secretos divinos para con la humanidad. Pero en el caso de Faraón de Egipto, es todo lo contrario. Dios se vale del joven para que le revele los designios de Dios para con su pueblo al Faraón, éste no escucha la voz de Dios, y sobreviene sobre él y sobre su pueblo todos los castigos divinos.

Me llama la atención en Moisés, que es capaz de llevar a todo el pueblo a que escuche y discierna la voz de Dios. No solo comunicando un mensaje, sino que el pueblo lo experimentó cuando Dios intervino con ellos sacándolos de la esclavitud. Este es el hecho fundante de la historia de Israel e incluso de la concepción de la creación del mundo. El concepto de creación nace aquí, cuando el pueblo experimenta la acción de Dios. Porque en la Biblia una y otra vez se necesita un Dios que haga, no un Dios que sólo diga, no un Dios teórico, sino práctico. Esto se vive repitiendo continuamente sobre todo en los salmos… ¿qué Dios hace las maravillas que hace nuestro Dios? (Sal 73,13).

Una vez que el pueblo pasa a ser discípulo de Dios, tendrá que escucharlo y obedecerle, pero no pocas veces se dice que el pueblo es de dura servidumbre y que cae fácilmente en el desaliento; y por tanto, no escucha la voz de Moisés incurriendo en la misma actitud de Faraón (Ex 6,9). Una manera de obedecer plenamente a Dios es acatando las leyes, si se observan el pueblo se gana la bendición de Dios: y sucederá que si obedeces diligentemente al Señor tu Dios, cuidando de cumplir todos sus mandamientos que yo te mando hoy, el Señor tu Dios te pondrá en alto sobre todas las naciones de la tierra. Y todas estas bendiciones vendrán sobre ti y te alcanzarán, si obedeces al Señor tu Dios (Dt 28,1-2)

2.2 Samuel

Ahora pensemos en Samuel, otro discípulo de Dios (1Sam 1,1-2,11). Ana es una mujer estéril y por su puesto, una mujer que sufre, que es rechazada. En medio de su angustia clama al Señor… y el Señor la escucha en su oración, de tal manera que el Sacerdote Elí, le dice que vaya a su casa, porque el Señor la ha escuchado. En el diálogo de Ana con Yahvéh, ella escucha en su interior la voz de Dios que la invita a que ofrezca al Señor el fruto de sus entrañas, si nace varón. Todas las cosas ocurren de una manera perfecta y el relato lo deja notar. Ana lleva a su hijo, lo presenta al sacerdote Elí, quien lo acoge como su ayudante en el Templo. Un día Dios quiere confirmar aquello que hacen los hombres. Es decir, Dios quiere aprobar el deseo y la intención de Ana, lo que se le había sugerido en la oración. Entonces llama al niño Samuel para su servicio.

Seguramente muchas veces hemos meditado este relato de vocación, que resulta ser paradigmático en la Biblia. El niño está durmiendo, cuando empieza el llamado de Dios. El autor sagrado está listo para decirnos que por aquél tiempo era rara la Palabra de Dios y no eran corrientes las visiones (1Sam 3,1). Con esta información está insinuando que se tenía que tener un oído afinado para poder escuchar la voz de Dios; de lo contrario, Dios podría hablar, pero el hombre no escuchar. Por otra parte, se insinúa que se esperaba con ansia la Palabra, como el centinela a la aurora, pero que era rara la Palabra de Yahvéh. Si esto es así, entonces aquí va suceder algo extra-ordinario. Con Dios siempre suceden cosas extraordinarias, nada con Dios es ordinario o superfluo.

Parece ser que en la oscuridad de la noche, es cuando Dios comienza la llamada a Samuel, el texto dice que tanto Elí como Samuel ya estaban acostados. Estar acostado es signo de alejamiento de la cotidianidad, del trabajo, de aquello que se hace diariamente, lejos del mundo, para poder conciliar el sueño. Es el mejor momento para reflexionar, entrar dentro de sí y repasar no solo la jornada, sino la vida. En este contexto ocurren las tres llamadas de Dios al niño Samuel.

En los tres casos la llamada necesita ser discernida. El niño Samuel comienza a escuchar una voz que no le era conocida, ni familiar a sus oídos. La confunde inmediatamente con la voz de su maestro habitual que era Elí. Sin embargo, el malentendido se evidencia inmediatamente: yo no te he llamado (1Sam 3,5). Esta situación se repite tres veces, hasta que finalmente Elí descubre que es el Señor quien está llamando al niño. Es decir, el que tendría que haber entendido desde el principio, o aún más, haber escuchado la voz de Dios, por ser el sacerdote del Santuario, ahora tiene trabajo para discernir lo que está pasando entre el joven Samuel y Dios.

El niño escucha, pero no entiende, tiene que afinar el oído y dejarse ayudar del sacerdote Elí. Esto ocurre muchas veces en nuestra vida, cuando escuchamos la voz de Dios pero necesitamos de alguien que nos ayude a verificar, que en primer lugar es Dios quien nos llama, y en segundo lugar, qué quiere de nosotros… Muchos Elís, en nuestra vida.

El autor sagrado hace un paréntesis en medio de las tres llamadas para decirnos que aún no conocía Samuel a Yahvéh, pues aún no le había sido revelada la palabra de Yahvéh (1Sam 3,7). A Dios se le conoce es por su palabra, cuando se presta el oído para escucharla. La primera actitud para poder conocer a Dios, es poder escucharlo. Por eso la Biblia insiste siempre en la escucha como fuente de conocimiento, muy distinto del mundo griego, y del mundo latino. Entre los hebreos algo es verdad y se constituye en elemento de veracidad porque se escuchó, para los griegos, algo es cierto porque se vio; y para los romanos algo es cierto porque se palpó o se contempló. Esta es la clave para entender más adelante el mensaje del evangelio que se proclama en la primera carta del apóstol San Juan: lo que hemos oído, lo que hemos visto, lo que hemos palpado, esto os lo anunciamos…(1Jn 1,1.3).

En coherencia con esta sentencia anterior el niño Samuel tiene la gracia y el don de empezar a conocer a Dios. Pero la escucha está al primer puesto como es lógico. Por esta razón Elí le dice: vete y acuéstate y si te llaman dirás: habla Señor que tu siervo escucha. Elí, quien ha ayudado al discernimiento del joven Samuel, sabe perfectamente que la manera de poder entrar en contacto con Dios es por medio de la escucha. A veces es un poco contrario a nuestra manera de dialogar con Dios. Muchas veces invertimos los papeles y decimos más bien: escucha Señor que tu siervo habla. Dios se manifiesta entonces en el silencio de la noche, cuando el corazón del hombre está dispuesto para la escucha. Así lo hizo con Elías desde el monte Horeb, fue en el sonido del silencio de una brisa suave cuando Dios habla al profeta (1Re 19,13).

Yahvéh llama por cuarta vez como las veces anteriores pero el joven Samuel ya capta que es la voz de Yahvéh y responde con la misma fórmula que le ha enseñado Elí: habla, Señor que tu siervo escucha. E inmediatamente se produce la cosa más hermosa: Dios revela a Samuel todos sus designios, todo lo que pretende hacer. Así actúa Dios: ya lo había hecho con Abraham, cuando le cuenta que va a destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra: y el Señor dijo: ¿Ocultaré a Abraham lo que voy a hacer, puesto que ciertamente Abraham llegará a ser una nación grande y poderosa, y en él serán benditas todas las naciones de la tierra? Porque yo lo he escogido para que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio, para que el Señor cumpla en Abraham todo lo que Él ha dicho acerca de él (Gn 18,17).

Aquí a Samuel Dios le revela todo, paso por paso de lo que pretende hacer: voy a ejecutar una cosa en Israel que a todo el que la oiga le zumbarán los oídos. Nuevamente se habla de la escucha de las obras del Señor como medio para conocerlo a Él. El Señor revela a Samuel cuanto pretende hacer en contra de la Casa De Elí.

Lo más hermoso es ver que aquí se dan todos los elementos que venimos trabajando en esta ponencia: La voz de Dios, la escucha del hombre, el discernimiento por parte de quien escucha, con la ayuda de otro hombre más experimentado en el contacto con Dios. La revelación del designio de Dios, y finalmente el anuncio; la proclamación. El Señor envía a Samuel con el mensaje: Tú le anunciarás (1Sam 3,13).

Samuel sigue acostado hasta el día siguiente cuando tendrá que anunciar a Elí, no solamente lo sucedido, sino el mensaje de Dios, su designio para con su casa. El texto sugiere un discernimiento posterior, durante la noche, del mensaje que Dios le ha dado al niño Samuel para ser manifestado a Elí. El texto dice que Samuel manifestó todo, sin ocultarle nada. Es decir, la voluntad de Dios ya es conocida en su totalidad por Elí, gracias a Samuel que llegó a ser verdadero discípulo de Dios.

Lo más sorprendente de este pasaje es la conclusión general: Samuel crecía, Yahvéh estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras (1Sam 3,19). La expresión califica a Samuel como un verdadero discípulo que ha sabido escuchar a Dios, disponer su corazón para la escucha y transmitir fielmente el designio de Dios para sus destinatarios. No dejar caer por tierra ninguna de las palabras de Yahvéh es una expresión muy diciente. Más adelante Jesús de Nazaret irá a decir: cielo y tierra pasarán mas mis palabras no pasarán (Mt 24,35; Mc 13, 31; Lc 16,17; 21,33). El Apóstol Pablo dirá “no hago nula la gracia que viene Dios (Gal 2,21).

El profeta Samuel supo acoger la totalidad del mensaje de Dios... Como lo va a hacer Jesús más adelante en el N.T. (volveremos más adelante sobre este argumento). Samuel tuvo que luchar contra la desobediencia de su rey Saúl, tratando de volverlo al camino del Señor. No haber escuchado ni obedecido a Dios le costó a Saúl la corona del reino (1Sam 13,13-14). Son muy dicientes las palabras de Samuel a Saúl: y Samuel dijo: ¿Se complace el Señor tanto en holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la voz del Señor? He aquí, el obedecer es mejor que un sacrificio, y el prestar atención, que la grosura de los carneros. Porque la rebelión es como pecado de adivinación, y la desobediencia, como iniquidad e idolatría. Por cuanto has desechado la palabra del Señor, Él también te ha desechado para que no seas rey (1Sam 15,22-23). La Biblia nos regala ejemplos de quienes no han querido ser discípulos de Dios, sobre todo cuando presenta la fidelidad e infidelidad de los reyes durante el desarrollo de la monarquía en Israel (1Re).

2.3 Isaías

Recordemos entonces, que la particularidad del discípulo con respecto al Maestro es la escucha; Moisés escucha a Dios, pero es Isaías quien mejor nos va a mostrar esta relación íntima, de tal modo que nos ayuda incluso a vislumbrar perfectamente nuestro tema en estudio: el Señor Dios me ha dado lengua de discípulo, para que yo sepa sostener con una palabra al fatigado. Mañana tras mañana me despierta, despierta mi oído para escuchar como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído; y no fui desobediente, ni me volví atrás (Is 50,4-5).

En este texto podemos ver perfectamente cuál es el designio de Dios para con el hombre por medio de su discípulo: sostener con una palabra al fatigado. Aquí encontramos una mina inexplotable para meditar nuestro tema, cuál es la relación del discípulo con Dios. El Señor es quien llama y proporciona los medios para la misión. Él es el que da lengua de discípulo: es la actitud de disponibilidad para aprender. Tal aprendizaje no es posible si no se despierta el oído para la escucha, en la experiencia del profeta es Dios mismo quien dispone el oído para la escucha de la palabra. El discípulo escucha permanentemente: mañana tras mañana. En otras palabras, el discípulo está vigilante para la escucha y con expectación de palabra: como el alma espera al Señor, como el centinela a la aurora (Sal 130,6).

El Señor abre el oído pero se necesita la colaboración y disponibilidad del discípulo, escuchar: significa obediencia y perseverancia para ejercer el discipulado. No volverse atrás significa dar una respuesta firme y decidida, y con desprendimiento. La actitud de volverse atrás implica rechazar la llamada al discipulado: tal fue la actitud del rico en el evangelio, e inmediatamente de él se dice que se alejó triste porque tenía muchos bienes (Mc 10,22).

Encontramos en este pasaje de Isaías también, los elementos de la escucha: prestar atención permanente con el oído, luego discernir lo escuchado y finalmente actuar. Hay muchas voces que pululan en el mundo, el discípulo de Dios tendrá que saber discernir cuál es la voz de Dios y poder descubrir sus designios a fin de poder ponerlos en práctica.

Isaías sabe que la misión es ardua, que su palabra puede ser escuchada o rechazada, por tanto su confianza la debe poner solo en Dios quien lo ha enviado: y Él dijo: Ve, y di a este pueblo: "Escuchad bien, pero no entendáis; mirad bien, pero no comprendáis. Haz insensible el corazón de este pueblo, endurece sus oídos, y nubla sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se arrepienta y sea curado (Is 6,8-10). Esta confianza en Dios la tendrá que proclamar a su pueblo, pues es en la escucha cuando Dios revela sus planes: inclinad vuestro oído y venid a mí, escuchad y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros un pacto eterno, conforme a las fieles misericordias mostradas a David (Is 55,3; cf. 50,10).

2.4 Jeremías

Otro ejemplo paradigmático del discípulo que escucha a Dios para descubrir sus designios es sin duda el profeta Jeremías: y vino a mí la palabra del Señor, diciendo: Antes que yo te formara en el seno materno, te conocí, y antes que nacieras, te consagré, te puse por profeta a las naciones. Entonces dije: ¡Ah, Señor Dios! He aquí, no sé hablar, porque soy joven.  Pero el Señor me dijo: No digas: "Soy joven", porque adondequiera que te envíe, irás, y todo lo que te mande, dirás. No tengas temor ante ellos, porque contigo estoy para librarte -- declara el Señor. Entonces extendió el Señor su mano y tocó mi boca. Y el Señor me dijo: He aquí, he puesto mis palabras en tu boca. Mira, hoy te he dado autoridad sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y para derribar, para destruir y para derrocar, para edificar y para plantar (Jr 1,4-10)

El texto nos manda a los más remotos orígenes cuando Dios omnisciente conoce la historia de la humanidad y sus proyectos de salvación. El profeta es conocido por Dios, antes de que se tejiera en el seno materno, desde allí ya estaba puesto aparte para ser su discípulo-profeta.



No es fácil entender y comprender la misión pues el mismo profeta lo reconoce y pone la objeción de la edad. Para Dios no hay nada imposible dentro de sus planes. El envío misionero aquí se hace evidente, pero en medio de todas las adversidades y conflictos, el Señor le asegura su presencia.

Inmediatamente viene a la mente el envío misionero por parte de Jesús a sus discípulos después de la resurrección en el monte de Galilea: Id por todas partes… yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,16-20). Y por otro lado, la presencia del Espíritu durante las tribulaciones de los enviados con las palabras justas: y cuando os lleven y os entreguen, no os preocupéis de antemano por lo que vais a decir, sino que lo que os sea dado en aquella hora, eso hablad; porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo (Mc 13,11).

En la autoridad que le da Dios a Jeremías se expresan perfectamente sus designios para con el profeta y para con su pueblo (1,10). Más adelante Dios le revelará como a un amigo, su plan en contra del enemigo de la época que es Babilonia: por tanto, oíd el plan que el Señor ha trazado contra Babilonia, y los designios que ha decretado contra la tierra de los caldeos; ciertamente los arrastrarán, aun a los más pequeños del rebaño; ciertamente a causa de ellos hará una desolación de su pastizal (Jr 50,45).

Lo que más quiero resaltar de Jeremías es que él se considera todo de Dios, no solo se pone en adelante a la escucha de Dios, al diálogo íntimo con Él, a hacer su voluntad, sino que se reconoce todo de Él: Señor, yo sé que el hombre no es dueño de su destino, que no le es dado al caminante dirigir sus propios pasos (Jr 10,23; cf Rom 14,7-8 somos de Cristo…).

Jeremías tendrá que enfrentarse a los dirigentes: reyes (21,1-22,8), sacerdotes (20,1-6; 26) y profetas (23,9-40; 26,29), pero también a su propio pueblo. En medio de rechazos y adversidades va a experimentar las vicisitudes del ministerio y las va a presentar en diálogo al Señor en sus “confesiones” o plegaria ministerial (11,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18). Su vida célibe, y en gran parte solitaria, anuncia la tragedia de su pueblo (16,1-13; 15,17). La pasión por la que atraviesa tiene como punto de interés resaltar el rechazo de la palabra de Dios proclamada por el profeta (36-45). Así la vida entera del profeta se convierte en palabra viviente de Dios para su pueblo. Tal vez por esta razón, para Mateo se convierte en el profeta que mejor ayuda a comprender la identidad de Jesús (cf Mt 16,14).


3- LOS DISCÍPULOS DE JESÚS

No hay duda que en el N.T. Jesús de Nazaret, no solo llama personas para el discipulado, sino que Él mismo se convierte en el modelo de discípulo. En efecto, en Él la escucha del Padre es perfecta en la oración (Mc 1,35; 6,46; 14,32ss; Lc 6,12; 9,28; 22,45), su discernimiento de la voluntad de Dios es permanente (sobre todo en el Getsemaní Mc 14,32-42), su obediencia es hasta la cruz (Fil 2,8), y su proclamación del mensaje nos trajo la vida. Jesús fue obediente en todo al Padre, porque lo amaba. De hecho, Él es consciente de que todo lo que hace, lo hace, no por su voluntad, sino dando a conocer su voluntad: el Hijo no puede hacer nada por su propia cuenta, sino solamente lo que ve que su padre hace, porque cualquier cosa que hace al Padre, la hace también el Hijo (Jn 5,19.30; 7,16.28; 8,16.26.28.38). Esta misma relación de amor-obediencia la transmite a sus discípulos: ¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece… el que me ama obedecerá mi Palabra (Jn 14,21-23; cf 14,15).

Notemos que según el evangelio de Lucas Jesús recurre a la Escritura para entender su vocación, cuando lee el pasaje del libro del profeta Isaías (Lc 4,10-19). En otras palabras, recurre a la Palabra de Dios para descubrir los designios de Dios. La Escritura y su pueblo le ayudaron a entender su propia vocación: el temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y: Dios ha visitado a su pueblo. Y este dicho que se decía de Él, se divulgó por toda Judea y por toda la región circunvecina (7,16-17).

Jesús enseñó a discernir a sus seguidores la voluntad de Dios. En efecto, cuando les pregunta si han entendido lo que habían escuchado, y ellos contestan: Sí. Inmediatamente después, encontramos estas palabras de Jesús: por eso todo escriba que se ha convertido en un discípulo del reino de los cielos es semejante al dueño de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas (Mt 13,52). Notemos que primero aparece lo nuevo, es decir, Jesús. En este mismo sentido San Pablo hace lo mismo con su comunidad de Tesalónica: no apaguéis el Espíritu; no menospreciéis las profecías. Antes bien, examinadlo todo cuidadosamente, retened lo bueno; absteneos de toda forma de mal (1Tes 5,19-22).

3.1 El discipulado de Jesús según San Marcos

El discipulado al que Jesús llama en los evangelios (y en general en el N.T.), se enmarca dentro de los parámetros de los discípulos de Dios en el primer Testamento, pero a la vez se distancia produciendo la novedad del “evento Cristo”. Jesús comienza llamando indistintamente parejas de hermanos (Mc 1,16-20), o personas singulares (Leví: 2,13-14; el rico: 10,21; el ciego de Jericó: 10, 49-50). En la óptica de los sinópticos, Jesús constituye un grupo de doce personas con objetivos bien precisos: para que estén con Él, para enviarlos a predicar y para expulsar demonios (Mc 3,14). Así como en el Antiguo Testamento el discípulo de Dios permanecía a la escucha y al discernimiento de sus designios de la misma manera lo hará el discípulo de Jesús.

En efecto, la primera parábola que Jesús pronuncia en el evangelio de Marcos es programática (parábola del sembrador 4,3-9); en ella se vislumbra lo que le va a pasar a Jesús durante su ministerio; la forma como Él va a ser acogido o rechazado por las distintas personas y grupos con quienes interactuará. Dentro de estos grupos están los discípulos y ellos también tendrán que acoger o rechazar las enseñanzas del Maestro. En efecto, al final en el momento de la pasión, las cosas se complican; Judas, uno de los suyos lo traiciona y lo entrega a las autoridades, Pedro lo niega por tres veces y el resto de los discípulos lo abandonan definitivamente después del arresto (14,50).



La parábola del sembrador, o de los terrenos, comienza y termina con la invitación a la escucha (4,3.9). Pero después que Jesús expone su enseñanza con la parábola, los discípulos junto con las demás personas que estaban presentes piden una explicación de la parábola. Jesús responde haciendo referencia al misterio del Reino de Dios, es decir, al designio de Dios que se da a conocer ahora para quienes lo escuchen, y para quienes lo acojan.

Sin embargo, la sorpresa de Jesús se da cuando los discípulos no comprenden la parábola, porque entonces, cómo irán a comprender de ahora en adelante, las demás parábolas. Esto inquieta a Jesús, pues los llamó para que estuvieran con Él a fin de recibir y entender todas sus enseñanzas y su estilo de vida.

La dinámica del evangelio revela, por una parte, la identidad de Jesús, y por otra, la incomprensión de los discípulos. Más adelante, en el primer relato de la barca ante la tempestad calmada, los discípulos despiertan a Jesús, pues piensan que todos van a perecer de la misma manera, es decir, ven en Jesús una persona igual a ellos. De hecho, cuando Jesús calla al mar y al viento, y cesa la tempestad, ellos se sorprenden y se preguntan por Jesús: ¿Quién es Éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? (4,41).

Por solo mencionar los relatos de barca, en el segundo relato ellos ven a Jesús como un fantasma (6,49). El evangelista no duda en decir, que era que su mente estaba embotada (6,52). En el tercer relato de la barca (8,14-21) la incomprensión se hace evidente cuando Jesús les habla del cuidado con la levadura de Herodes y ellos piensan en la carencia de pan. La levadura era precisamente el movimiento de oposición a Jesús que crecía cada vez más. Pero ellos no entienden, y Jesús los regaña fuertemente:¿Por qué discutís que no tenéis pan? ¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Tenéis el corazón endurecido? Teniendo ojos, ¿no veis? Y teniendo oídos, ¿no oís? (8,17-18). Y el pasaje termina con una palabra de Jesús aún no entendéis (8,21).

La curación del ciego de Betsaida por etapas refleja el proceso que Jesús tiene que seguir para curar la ceguera de sus discípulos (8,22-26). Ellos están fallando en lo principal: en la identidad de Jesús. Por tal motivo de ahora en adelante se tendrá que clarificar totalmente este tema: Jesús pregunta por su identidad (8,27), de aquello que la gente opina y de aquello que piensan los discípulos. Pedro responde diciendo que Jesús es el Mesías (8,29), pero esta respuesta es insatisfactoria. Jesús mismo les anuncia su pasión muerte y resurrección, pero Pedro se opone totalmente a la manera de pensar tanto de Dios como de Jesús. Esto ocasiona a la vez la reacción de Jesús, porque el discipulado está en crisis. El discípulo no está escuchando al Maestro, no está siguiendo los designios de Dios (en griego: dei 8,31), deja su puesto de seguidor para ponerse delante del Maestro. Jesús lo invita a ponerse en su lugar: pásate detrás de mí (8,33), tal como lo había llamado en el lago de Galilea (la misma expresión en 1,17).

Estando así las cosas, Jesús vuelve a hacerles un nuevo llamado a los discípulos, junto con todas las personas que quieran seguir a Jesús: el que quiera ir detrás de mí, que tome su cruz y que me siga (8,34). La nueva invitación de Jesús al seguimiento involucra el valor fundamental para el hombre que es la vida. Quien la pierda en este mundo por Cristo y por el evangelio, la ganará para la vida eterna (8,35).

Pero será el Padre Celestial, quien muestre a los tres discípulos la verdadera identidad de Jesús, con el evento bellísimo de la Transfiguración (9,2-8). El quiere revelar sus designios a la humanidad en la persona de Jesús. Por tanto, después del diálogo de Jesús con Moisés y Elías, el Padre concluye diciendo: este es mi Hijo amado, escuchadle (9,7). Los discípulos no tendrán más que escuchar a Moisés, ni a Elías, sino a Jesús mismo. A Él tendrán que obedecer de ahora en adelante. El interés de Jesús por la comprensión de los discípulos continúa a lo largo del evangelio, con los dos siguientes anuncios de pasión (9,31; 10,33), donde después de ellos se refleja una situación de incomprensión mayor. Cuando Jesús entra en Jericó, cura al ciego Bartimeo, quien lo sigue en el camino como un último discípulo (10,52).

Después de la actividad en Jerusalén (11,12), y el discurso escatológico (cap 13). Se produce el clímax de la incomprensión, cuando los discípulos prometen acompañar a Jesús incluso hasta la muerte si es necesario (14,31). Jesús por su parte, en medio de su miedo y angustia entra en oración en el Getsemaní, mientras los valerosos discípulos comienzan a dormir. Jesús les da órdenes para que vigilen y oren, pero ellos no escuchan porque sus ojos estaban cargados de sueño. En otras palabras, aquí los discípulos no escuchan a Jesús, y por tanto, no lo obedecen. El evangelista Marcos nos pone en guardia, porque el discipulado está fallando por la falta de escucha.

Jesús vence su temor con la oración, en el contacto con el Padre, mientras que los discípulos, por el contrario, se llenan de temor. Jesús los invita a salir al encuentro del Traidor, y allí, en el momento del arresto, todos lo abandonan y huyen (14,50). Ante este panorama, Jesús afronta solo, sin discípulos, su pasión, muerte y resurrección. El joven que anuncia la resurrección de Jesús a las mujeres, les da la orden de comunicar a Pedro y a sus discípulos que Jesús los verá nuevamente en Galilea, tal como se los había prometido (14,28). Se trata del tercer llamado para los discípulos, al seguimiento de Jesús. Es después de la resurrección que ellos escucharán al Maestro, tendrán la experiencia pascual y podrán proclamar el evangelio.

3.2 Las tres llamadas para los discípulos de Jesús

Concluyendo esta presentación de los discípulos en Marcos, encontramos que ocurren tres llamados para ellos, tal como vimos en el A.T. con la vocación de Samuel (1Sam 3,1-20). La primera llamada funda la relación con Jesús y ofrece a quien ha sido llamado la posibilidad de conocerlo por medio de una comunión de vida. Así llama a los cuatro primeros discípulos bordeando el lago de Galilea, con quienes inicia su actividad pública mostrándoles su autoridad en la enseñanza y su poder para operar milagros. Luego, agrega a Leví, cobrador de impuestos y finalmente constituye su grupo específico de doce incluyendo a Judas, el que más adelante lo entregará (cf. 1,16-20; 2,13-14; 3,16-19). Con ellos inicia un proceso de instrucción, incluso en privado; de tal manera que pudieran ir


comprendiendo la identidad de Jesús. En efecto, hasta la mitad del evangelio (8,26), ellos tienen un incipiente conocimiento de la persona de Jesús, y lo siguen pensando en la línea davídica del Mesías fuerte y poderoso (8,29).

Pero Jesús corrige esta concepción con su primer anuncio de pasión (8,31) y les hace el segundo llamado para que lo sigan pero con una concepción distinta de la que ellos tenían y esperaban (8,34). Tendrán que tomar la cruz, negarse a sí mismos, pensar en perder la vida, y esta será la manera como ocurre seguir al Maestro, el cual de ahora en adelante caminará hacia su destino de muerte.

Esta segunda llamada comporta una enseñanza más cuidadosa y más frecuente para sus discípulos, incluyendo la revelación del Padre: este es mi Hijo amado, escuchadlo (9,7). Sin embargo, pareciera que es el período más oscuro y de mayor ceguedad en la comprensión. En efecto, la finalidad de la constitución del grupo con tres actividades precisas parece haber fracasado (cf. 3,14). Se esperaba que ellos expulsaran demonios, pero después de la transfiguración se dice que no fueron capaces de expulsar a un demonio sordo y mudo, hasta que llegó Jesús y lo hizo (9,18.25-26). Tendrían también que predicar el evangelio pero después de que Jesús les dice que no cuenten lo de la transfiguración sino hasta después de la resurrección, ellos no entienden que después de que Jesús resucite podría continuar la historia terrena, porque pensaban en el día del juicio final (9,10; cf. 13,10; 14,9; Mal 3,22-23). Y finalmente, el tercer objetivo de la llamada era para que estuvieran con Jesús, pero esto no se cumple a partir del arresto cuando todos lo abandonan y huyen (14,50). Pero el evangelista no dice explícitamente que entonces Jesús fracasó escogiendo este grupo de discípulos; por el contrario, ha hecho bastante énfasis en la enseñanza y en el cuidado de Jesús para con ellos. Se trata de un itinerario que llegará a su punto máximo en la tercera llamada, es decir, después de la resurrección de Jesús (16,8). Es allí donde los discípulos podrán comprender todo y seguir al Resucitado ofreciendo ahora sí hasta sus propias vidas. Aquí ya no hay necesidad de las frecuentes apariciones de Jesús, pues ellos tendrán que escuchar a las mujeres y seguir a Jesús en Galilea, es decir, en la cotidianeidad de sus vidas.

Jesús no puede darnos un don más grande que el de la comunión con Él, nos llama a seguirlo, a compartir todo con Él, a estar con Él. El regalo más precioso que Él ofrece a sus seguidores es el discipulado mismo, la comunión personal con Él. Todo tipo de comunión terrena se concluye con la muerte, pero la comunión terrena con Jesús está destinada a ser comunión infinita y eterna con el Señor Resucitado, en la gloria del Padre.

Si bien es cierto, los discípulos han sido presentados como obtusos para entender las enseñanzas de Jesús, y en muchas otras partes como torpes para captar la identidad del Maestro, ahora son rescatados. Con esta manera de presentar el discipulado el evangelista está dando un doble mensaje. En primer lugar, Jesús llama a seres humanos con todas sus debilidades y valores, no se trata de una clase privilegiada, ni desde el punto de vista social, pero tampoco desde el punto de vista moral. Son personas del común del pueblo, llamadas a experimentar una nueva vida con Jesús y a desarrollar más adelante una misión sublime. Tal como hacía Dios con los personajes del Primer Testamento.

En otras palabras, Jesús nos llama a ser discípulos suyos sin importar nuestras categorías humanas porque en definitiva Dios trabaja con lo que somos y con lo que tenemos. En segundo lugar, muy probablemente el evangelista propone al lector un comportamiento distinto al que han tenido los discípulos, a lo largo de la narración del evangelio. Como si en continuación se estuviera dirigiendo al lector para decirle, por favor no siga el ejemplo de los discípulos, esté atento para captar lo más rápido posible la identidad de Jesús y sus enseñanzas, para que se convierta en un verdadero discípulo del Hijo de Dios.

Finalmente, San Marcos traza un itinerario de discipulado que hace eco en la vida de cada uno de nosotros que seguimos al Señor de una o de otra manera, y en cada una de las circunstancias de nuestra vida. También en nosotros suceden varios llamados a lo largo de las etapas de nuestra vida. Estos llamados ocurren en la medida en que vamos comprendiendo cada vez mejor la persona de Jesús de Nazaret. Es decir, el seguimiento de Jesús es todo un proceso que se va dando por etapas en la medida en que sepamos también interpretar los acontecimientos de nuestra vida y los signos de los tiempos.

Para poder responder al llamado del Señor, necesitamos tener ojos abiertos, mentes lúcidas, corazones misericordiosos, ser orantes perseverantes, tener actitud de niños, servidores incondicionales, dispuestos a tomar la cruz y a perder la propia vida, etc. En una palabra, desde nuestra propia condición humana el Señor nos llama a ser sus discípulos y a hacer nuevos discípulos en su nombre.

Es importante aprender del comportamiento de los discípulos: El discípulo que no escucha a Jesús, termina oponiéndose a Él y en definitiva a los designios de Dios (Mc 8,31.33). No hay discipulado, sin seguimiento y sin renuncia de la persona misma del discípulo. El discípulo no puede tener más que una actitud de escucha, de obediencia, de discernimiento de los designios de Dios para poder luego anunciar el evangelio. Jesús subrayó la dependencia del discípulo con respecto del Maestro: un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo (Mt 10,24).

Los discípulos de Jesús vienen redimidos después de la resurrección, ellos seguirán al Maestro y serán capaces de entregar sus vidas por Él y por el evangelio (8,35). Es la etapa que se desarrolla ampliamente en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Allí la dinámica del discipulado se repite. Citamos solamente un ejemplo. Ante el discurso kerigmático de Pedro a la multitud después de Pentecostés, los oyentes se preguntan inmediatamente unos a otros, entonces ¿qué tenemos que hacer? (Hch 2,22ss). Inmediatamente Pedro, al ver que la multitud escuchó y estaba dispuesta a obedecer, les revela los designios de Dios: arrepentíos y sed bautizados cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para tantos como el Señor nuestro Dios llame.

3.3 Dinámica del Espíritu en el discipulado



Queremos llamar la atención un instante sobre la importancia de la recepción del Espíritu Santo para el discípulo de Jesús. Esto es clave en la Sagrada Escritura. Desde el momento de la creación Dios insufla su espíritu, que es la RUAH. Él es la vida de Dios puesta en el hombre que lo hace ser imagen y semejanza de su Creador. Recordemos aquel pasaje donde Elías transmite parte de su espíritu a Eliseo, justamente por petición de éste (2Re 2,9), enseguida el Espíritu de Elías reposa sobre Eliseo y éste hace los prodigios que hacía Elías (2Re 2,15). Notemos que en el N.T. Dios le da su Espíritu a Jesús para que haga sus obras (Jn 5,19.30; 7,16.28; 8,16.26.28.38). Jesús lo concede a sus discípulos después de su resurrección, incluso cuando las puertas están cerradas (Jn 20,22); Lucas también nos cuenta del Pentecostés (Hch 2,1-13) y cómo una vez recibido el Espíritu de Jesús, los discípulos pueden hacer los mismos milagros que hacía el Maestro (Hch 3,1-10). Más tarde se impuso la costumbre de la transmisión del Espíritu Santo por la imposición de las manos (Hch 8,17-18).

Nosotros por el bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, por tanto, habita en nosotros el poder de Jesús resucitado. Gracias al Espíritu Santo, nosotros somos misioneros. El Concilio Vaticano II pedía a todos los pastores: “auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, los múltiples lenguajes de nuestro tiempo y valorarlos a la luz de la Palabra divina, a fin de que la verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada” (GS, I, IV, 44). Esto se puede aplicar al discípulo de hoy.

En la medida en que un discípulo se abra al conocimiento de Dios se produce en él un crecimiento espiritual, que es lo que llamamos santificación (Rom 12,1-2; Ef 4,22-24). El crecimiento espiritual es el proceso en el cual, la perspectiva de Dios sobre la vida se convierte cada vez más en la perspectiva del creyente.

3.4 Aplicaciones para la misión

Como misioneros tendremos que seguir el ejemplo de la fidelidad y de la paciencia de Dios para con su pueblo: “Yo voy a seducirla, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16). Jesús también tiene necesidad de ser escuchado: el que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió. En seguida, ante el informe misionero de los 72 discípulos, en aquella misma hora Él se regocijó mucho en el Espíritu Santo, y dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios y a inteligentes, y las revelaste a niños. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado. Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Lc 10, 21ss)

Hablar al corazón de los oyentes, es decir, al centro decisorio, que involucra todas las facetas de la interioridad de la persona, como lo hacía Jesús: no ardía nuestro corazón cuando estaba con nosotros, cuando nos hablaba en el camino, cómo abría para nosotros la Escritura (Lc 24,32).



El envío misionero de Jesús a sus discípulos se entiende a la luz de lo que hemos reflexionado sobre el verbo LMD en hebreo. Enseñad (sed maestros); lo que yo os he enseñado (como discípulos)… a guardar todo lo que os he mandado: algunos traducen enseñándoles a obedecer: pero guardar significa el discernimiento y el conocimiento de la persona en ese diálogo: Yo conozco a una persona cuando he interactuado de corazón a corazón con ella, de otra manera no es posible. El amigo se abre en la medida en que sepa que yo quiero conocerlo.

Finalmente, Jesús asegura su presencia continua, porque Él es el Emmanuel (1,23), yo estaré con vosotros… (tal como Yahvéh aseguró la presencia a Moisés en el A.T. para la misión, Ex 3,11-12, esta fue la experiencia de Israel). No podemos discipular, mientras nosotros no tengamos la conciencia de discípulos, entonces si podemos anunciar el evangelio; porque los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los discípulos de Cristo son los mismos que los que experimenta el pueblo de Dios (GS, 1). No podemos invertir los papeles, no podemos bautizar, sin antes haber hecho discípulos para Cristo.

No tengo presente, me parece que es Paul Tillich, quien afirmaba que: la fe es tener el valor de aceptar la aceptación incondicional de Dios. Si yo logro comunicar al otro que Dios me acepta y me quiere, el otro quiere acercarse a tener la misma experiencia. El evangelio no se impone, sino que se expone. Cuando nos ven humanos, la gente se acerca porque entonces nos encontramos de tú a tú… Porque el discípulo transpira el amor a la palabra y al Dios de la palabra. Asimilar para transpirar. El hombre bueno de su interior saca cosas buenas, el malo, saca cosas malas (Mt 12,35).

El discípulo-maestro de Jesús tiene un reto enorme, porque se le presenta un doble desafío: el misterio de la palabra de Dios, que desborda los límites humanos. El otro misterio, que es el de cada uno de las personas. Mucho aprendemos de Jesús de Nazaret, cuando fue a su patria; ante el rechazo de sus paisanos no se enoja, sino que se sorprende, hace pocos milagros y se va a otro lugar… siempre hay un misterio que nos desborda. Nosotros no podemos más que sorprendernos ante el misterio de la palabra.

4. CONCLUSIÓN

Nos hemos movido libremente por la Sagrada Escritura para captar la dinámica del discipulado con relación a Dios y a Jesús de Nazaret. En ella no dejamos de percibir la función preeminente y la acción del Espíritu Santo en el discípulo. Nos hemos detenido en el análisis de la escucha por parte del discípulo a su Maestro, ya Sea Dios, la Toráh, o Jesús de Nazaret. Contemplamos cómo Dios revela sus secretos más íntimos a quien se dispone con un oído dócil a la escucha, y luego asegura su presencia permanente en la misión. Misión que se desarrolla teniendo en cuenta el mismo proceso dinámico del discipulado de Dios y de Jesús. Recordemos las palabras de Jesús: lo que os digo en la noche, decidlo en pleno día y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea (Mt 10,27).

Hemos visto también cómo el discipulado nace de una llamada inicial, que en el plan de Dios ocurre antes de ser engendrados en el seno materno, pero que en la vida del discípulo se da por etapas en la cotidianidad. La llamada de Dios viene clarificada, no sólo al descubrir sus designios, sino con la ayuda de otras personas suscitadas por Dios para clarificarla totalmente. La llamada se da entonces mediante un proceso que al fin de cuentas involucra toda la vida del hombre. Pero es en la medida en que escuchamos (como María ante el Maestro Lc 10,39; como Lidia ante las palabras de Pablo Hch 16,14), conocemos y obedecemos a Dios, que se despierta en nosotros no sólo el amor por Él, sino el afán de darlo a conocer a todas las naciones: todo el que viene a mí y oye mis palabras y las pone en práctica, es semejante a un hombre que al edificar una casa, cavó hondo y echó cimiento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el torrente rompió contra aquella casa, pero no pudo moverla porque había sido bien construida (Lc 6,49; cf. 10,24).

El Señor sigue necesitando de discípulos, no sólo porque la mies es mucha y los obreros pocos (Lc 10,2), sino porque el quiere entrar en nuestro corazón: he aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).




MEDITACIÓN DEL SALMO 29 PARA ENTENDER LA DINÁMICA DE LA PALABRA DE DIOS EN EL OYENTE.

Salmo de David.
Tributad al SEÑOR, oh hijos de los poderosos, tributad al SEÑOR gloria y poder.
2Tributad al SEÑOR la gloria debida a su nombre; adorad al SEÑOR en la majestad de la santidad.

3Voz del SEÑOR sobre las aguas. El Dios de gloria truena, el SEÑOR está sobre las muchas aguas.
4La voz del SEÑOR es poderosa, la voz del SEÑOR es majestuosa.
5La voz del SEÑOR rompe los cedros; sí, el SEÑOR hace pedazos los cedros del Líbano;
6y como becerro hace saltar al Líbano; y al Sirión como cría de búfalo.
7La voz del SEÑOR levanta llamas de fuego.
8La voz del SEÑOR hace temblar el desierto; el SEÑOR hace temblar el desierto de Cades.
9La voz del SEÑOR hace parir a las ciervas, y deja los bosques desnudos, y en su templo todo dice: ¡Gloria!

10El SEÑOR se sentó como rey cuando el diluvio; sí, como rey se sienta el SEÑOR para siempre.
11El SEÑOR dará fuerza a su pueblo; el SEÑOR bendecirá a su pueblo con paz.


Es uno de los textos más antiguos de la Sagrada Escritura. Algunos lo ubican en torno al año 1200 a.C., un poco exagerado. No era un salmo bíblico, sino cananeo. Son imágenes primitivas, por el vocabulario, ritmo, colorido de las mismas imágenes. Su título originario debía ser a Baal Hadad, al Señor de la Tormenta. Seguramente era una oración de campesinos al dios Baal para pedir la lluvia, Baal tenía su esposa Astarté. El orante hace una rogatoria para sus cultivos, porque de allí depende la economía familiar, en definitiva la vida.

Desde los versículos 3 a 9ª, se repite siete veces la expresión: voz de Yahvéh. (Qol Adonai). Qol, puede ser voz, trueno, etc. es onomatopéyica, es una voz que imita un sonido. Son siete truenos que van escuchando cada vez la voz de Dios. Hay una tormenta narrada con siete truenos, pero al mismo tiempo éstos son leídos como siete manifestaciones de Dios. Palabra creadora. No es un Baal, del ciclo de la naturaleza, sino un Dios de la historia.

Lo que se le da a Dios, Dios se lo da al pueblo. Una liturgia es provocada por una escucha, luego el pueblo entra en sintonía con lo divino de modo tan estrecho, el culto del cielo se vuelve el culto de la tierra, no solo alabanza, sino que capacita al pueblo para la transformación y en especial para la paz.

En el centro de este salmo hay una teología de la Palabra, que no es sistemática. Cinco elementos de la teología de la palabra que se reflejan aquí:

Primer elemento: Dios habla por medio de la naturaleza, el primer lenguaje de Dios es la creación. Hay un cambio con relación a la teología cananea, todo habla de Dios, pero eso no es Dios. Para el orante es suficiente un trueno para entrar en contacto con Dios. San Juan de la cruz, está enamorado de Dios y lo ve en todas partes, especialmente en la naturaleza, en todo ve la relación con Dios.

Segundo elemento: la palabra de Dios es procesual: Enzo Bianchi, dice, por algo son siete truenos, no se puede captar la Palabra de Dios de una vez, es una síntesis en miniatura para entender algo de Dios. La entiende quien persevera en la escucha, quien sabe hacer procesos.

Tercer elemento: la palabra de Dios tiene poder, la manifestación de Dios se hace capacitación del hombre, me da poder de… es palabra creadora.

Cuarto elemento: la palabra de Dios genera vida. La parte central es un parto. Toda experiencia de la palabra genera un parto. Ojo, en el desierto, la antítesis no puede ser mayor. En el desierto donde no se produce vida, allí se produce vida. La pregunta para cada uno de nosotros sería ¿qué nacimiento nuevo provocó en mí cada palabra de Dios que meditamos? Todo salmo nos está transmitiendo una experiencia cambiante del orante.

Quinto elemento: la palabra de Dios suscita respuesta orante y comprometida. No hay duda que la respuesta a la Palabra de Dios es la oración.

Un maravilloso planteamiento del discipulado (I):


“Porque separados de mí no podéis hacer nada”


Comencemos orando:


“Edificaste una torre
para tu huerta florida;
un lagar para tu vino
y, para el vino, una viña.

Y la viña no dio uvas,
ni el lagar buena bebida:
sólo racimos amagos
y zumos de amarga tinta.

Edificaste una torre,
Señor, para tu guarida;
un huerto de dulces frutos,
una noria de aguas limpias,
un blanco silencio de horas
y un verde beso de brisas.

Y esta casa que es tu torre,
este mi cuerpo de arcilla,
esa sangre que es tu sangre
y esta herida que es tu herida
te dieron frutos amargos,
amargas uvas y espinas.

¡Rompe, Señor, tu silencio,
rompe tu silencio y grita!
Que mi lagar enrojezca
cuanto tu planta lo pise,
y que tu mesa se endulce
con el vino de tu viña. Amén”



(De la Liturgia de las Horas)






Introducción

Después de haber leído el domingo pasado el evangelio del “Buen Pastor”, el pastor que “da su vida por las ovejas”, en este domingo profundizamos en la realidad de esa vida que nos ha sido dada: es su misma vida resucitada como fuerza de la nuestra, como “savia” que da vigor, desarrollo y plenitud a nuestra existencia.

Las preguntas que la Iglesia nos invita a hacernos en esta nueva etapa de nuestro caminar pascual es: ¿Cómo “toma cuerpo” en nosotros el misterio pascual?, es decir, ¿Cómo nos vivifica el Padre del Resucitado? ¿Y puesto que la vida es un proceso dinámico, tan fuerte como frágil, qué hay que hacer para la vida de Jesús en nosotros se desarrolle verdaderamente?, ¿Qué frutos se esperan de nosotros lo que vivimos la experiencia pascual? y, finalmente, ¿Qué rostro de Dios se revela en el misterio pascual?

Para ello se nos propone hoy la bellísima comparación (que llamamos “alegoría” –y no parábola- porque cada detalle cuenta para la explicación) de la “Vid, los Sarmientos y los frutos” o en términos más simples “el tronco, las ramas y los frutos” (nótese la dinámica de la comparación).   Para nosotros, me refiero a los que vivimos en Colombia, que no somos de la cultura vinícola sino de los jugos de diversas frutas, nos pueden sonar extraños algunos términos o acciones descritas en la alegoría, sin embargo podemos aprender mucho de esta comparación que nos habla de nuestra profunda relación con Jesús y lo que debe resultar de ella.

El énfasis de toda la comparación está en el “dar frutos” (notemos la repetición en los versículos 2, 4, 5, 8 y 16, de este capítulo 15 de Juan; al menos cuatro veces leemos la expresión en el evangelio de hoy). Esto quiere decir que si por una parte, como lo vimos en la Cuaresma, Jesús es el grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (ver Jn 12,24), ahora por otra parte, en el tiempo pascual, Jesús es también la vid cuyos sarmientos deben dar ricos frutos: abundantes y de muy buena calidad.

Poco a poco la alegoría nos va conduciendo hacia esta reflexión: ¿Si la cepa es de tan buena calidad, entonces por qué los frutos que damos en el mundo no lo son?

Nuestra vida tiene un sólido fundamento, somos por naturaleza “de buena cepa”, el problema es que no nos percatamos de esta realidad y, por ende, no somos concientes de los elementos que entran en juego en la configuración de la hermosa y vigorosa vida a la que hemos sido llamados y por la cual Dios se la ha jugado toda para hacerla posible en nosotros. 

Por lo tanto, la alegoría de la “Vid y los Sarmientos” –con sus alusiones directas y sencillas a la realidad de la vida en crecimiento- nos lleva cuidadosamente a un análisis profundo para que descubramos de qué depende la fecundidad que proviene de la transformación pascual y de dónde viene la fecundidad apostólica de todos aquellos que experimentaron el “encuentro” y la “inserción” viva en el Señor Jesús.

Este es el domingo de la vida, de la fuerza radiante de la vida pascual que vence todas las esterilidades, tristezas y opacidades en nuestra vida.  Estamos llamados a vivir radiantes, creativos, productivos, felices de nuestras realizaciones, dejando que se exprese la fuerza vital escondida en la raíz.


1.         El texto en su contexto

1.1.      Leamos cuidadosamente el texto de Juan 15,1-8

1soy la vid verdadera,
y mi Padre es el viñador.
2Todo sarmiento que en mí no da fruto,
lo corta,
y todo el que da fruto,
lo limpia,
para que dé más fruto.
3Vosotros estáis ya limpios
gracias a la Palabra que os he dicho.
4Permaneced en mí, como yo en vosotros.
Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,
si no permanece en la vid;
así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
5Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto;
porque separados de mí no podéis hacer nada.
6Si alguno no permanece en mí,
es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego y arden.
7Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
8La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto,
y seáis mis discípulos” (Juan 15,1-8)


1.2.      La “Vid” en el imaginario de Israel

En el Antiguo Testamento Israel fue la “Viña” que Dios plantó

Jesús se inspira en la vida cotidiana de un campesino judío para expresar realidades espirituales profundas y aquí tenemos un nuevo ejemplo de ello.

Sin embargo, no podemos olvidar que la simbólica de la “Vid” pertenece al imaginario colectivo de Israel como uno de los iconos que expresa su identidad como “Pueblo de Dios”, como pueblo de la “Alianza”.

En varias ocasiones vemos cómo en el Antiguo Testamento, Israel se representa como la “Viña de Dios”.
-         El Salmo 80,9 deja entender que la viña es el símbolo de Israel: “Una viña de Egipto arrancaste, expulsaste naciones para plantarla a ella”.
-         En el capítulo 5 de Isaías encontramos también la imagen de la “viña del Señor de los Ejércitos” (5,7) y allí se describe cómo Dios la cuidó con amor, pero cuando vino a buscar sus frutos no encontró nada sino agraces.

La imagen sugiere grandeza, una grandeza por la cual se hizo una gran inversión: “Vid frondosa era Israel” (Oseas 10,1).

Cuando Moisés envió a los exploradores para tomar información sobre la tierra que estaban a punto de habitar era el tiempo de las uvas y éstos volvieron con “un racimo de uva, que trasportaron en una pértiga entre dos” (Números 13,23). La uvas eran tan grandes (como papayas, digo yo) que dos personas tuvieron que cargar el racimo. Esto era imagen de la riqueza de la tierra “que mana leche y miel” (Ex 3,8-9) y símbolo de la grandeza a la que estaba llamado el pueblo.  De ahí que se convirtiera en emblema de la nación entera. En los tiempos de los Macabeos, por ejemplo, en un momento de renacimiento nacional, vemos que este emblema fue acuñado en las monedas que circularon en el momento.  Además, una de las glorias del Templo era la gran vid de oro que habían en la fachada del “Sancta Sanctorum”, era considerado un gran honor hacer una donación al Templo para hacerle una nueva uva de oro a esa vid.

Pero el jardín del que se esperaba una gran fecundidad, resultó selvático e infecundo (ver Os 10,1-2).

La gran decepción: el viñedo era de “pura cepa” pero no dio los frutos de calidad esperados


En la voz fuerte de los profetas escuchamos la lamentación de Dios por la belleza perdida de su jardín: “Yo te planté de pura cepa”.  Veamos el pasaje completo de Jeremías:
Yo te había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues, ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?” (Jeremías 2,21).

La “Vid” de la cual se esperaba mucho, resultó un fracaso, una decepción para el viñador.  La madera era buena, entonces, ¿por qué no salió con nada?  ¡El dolor es profundo!  En este sentido el profeta Ezequiel, por ejemplo, compara a Israel con una vid de cuya madera se esperaba que salieran cetros reales pero al final lo único para lo que sirvió fue para la leña de las cocinas israelitas:
Tu madre se parecía a una vid plantada a orillas de las aguas. Era fecunda, exuberante, por la abundancia de agua. Tenía ramas fuertes para ser cetros reales; su talla se elevó hasta dentro de las nubes. Era imponente por su altura, por su abundancia de ramaje. Pero ha sido arrancada con furor, tirada por tierra; el viento del este ha agostado su fruto; ha sido rota, su rama fuerte se ha secado, la ha devorado el fuego... Ha salido fuego de su rama, ha devorado sus sarmientos y su fruto. No volverá a tener su rama fuerte, su cetro real” (19,10-14; ver también el capítulo 15 de Ezequiel).


1.3.      El diálogo de Jesús con sus discípulos en la última cena

Jesús cuenta la alegoría de “la vid, los sarmientos y los frutos”, en el contexto de su discurso de despedida, donde él ha estado instruyendo a sus discípulos sobre el futuro del discipulado después de su muerte, es decir, sobre cómo continuaría la relación entre él y su comunidad en el tiempo pascual: “me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28).  Jesús ha afirmado que en tiempo pascual: “Comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (14,20). Pero Jesús no le ha dicho el “cómo”.

Al final del capítulo, en Jn 14,31, Jesús hace una pausa. Le dice a sus discípulos que acaban de compartir con él la última cena: “levantaos, vámonos de aquí”. Entonces salen del cenáculo y se dirigen lentamente hacia el Getsemaní.

Ellos van rodeando lentamente la muralla de Jerusalén por el costado sur de la ciudad y descienden hacia el valle Cedrón. Al mismo tiempo van viendo los viñedos que había alrededor de Jerusalén en esta época. Recordemos que estamos en la fiesta de la Pascua, la fiesta de la luna llena, cuando la luna brilla con todo su esplendor en la noche. A la luz de la luna, Jesús y sus discípulos atraviesan los viñedos y ahí probablemente se desarrolla esta conversación.

Pareciera que Jesús de repente tomase una ramita y les dijera: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador” (15,1). Entremos también nosotros en la conversación.


2.   Detengámonos en el texto

Podemos leer el texto de Juan 15,1-8 diferenciado tres partes bien cohesionadas entre sí, tres partes que forman un itinerario de fe:

(1) Los vv.1-3, describen la obra de Dios en el mundo, esto es, la obra del Padre en los hombres en la persona de Jesús. Esta parte es descriptiva y da el contenido de cada uno de los referentes. Por eso lo llamamos “La obra de Dios” (el amor del agricultor).

(2) Los vv.4-5, se centran en un imperativo, “permaneced”, que es la respuesta deseada a la obra de Dios, en nuestro caso al don de la vida que nos hace Jesús. Esta parte es exhortativa. Por lo eso lo llamamos “La respuesta del hombre” (la adhesión a Jesús).

(3) Los vv.6-8, en la que en dos ocasiones leemos frases condicionales “si Ustedes hacen esto, sucederá entonces esto”, nos señala las consecuencias de la obra pascual de Jesús incorporada en nuestra vida por el “permanecer”, es decir, nos permite ver cuáles son los frutos de la vida de Jesús en nosotros. Por eso lo llamamos “Los frutos de la comunión con Jesús” o “el gozo de Dios Padre” (oración eficaz, discipulado y misión).


2.1.      La obra de Dios: La vid verdadera, los sarmientos y el viñador (vv.1-3)

1Yo soy la vid verdadera,
y mi Padre es el viñador.
2Todo sarmiento que en mí no da fruto,
lo corta,
y todo el que da fruto,
lo limpia,
para que dé más fruto.
3Vosotros estáis ya limpios
gracias a la Palabra que os he dicho” (15,1-3).

Jesús comienza diciendo “Yo soy la Vid”, “la Verdadera”.

Al decir “Yo soy la vid verdadera” Jesús no está diciendo que Israel fuera una falsa viña, sino que él es la verdadera viña de la cual la nación era un símbolo, una imagen. Es Jesús quien produce finalmente lo frutos que Dios ha estado esperando durante muchos siglos.  Es más, los frutos esperados sólo son posibles gracias a la comunión con Jesús.

Jesús afirma con una claridad insuperable cuánto la vida auténtica, la vida plena, proviene de él.

Mi Padre es el viñador”. El término griego “georgós” significa agricultor (de ahí viene el nombre propio “Jorge”).  La obra del Padre es como la de un jardinero que cuida de la viña.  Su obra es a favor de la vida: que ella brote, se desarrolle y madure.  La imagen del agricultor y sus oficios propios, asociada a la obra de Dios, nos permite comprender toda la dedicación de Dios por nosotros y el sentido de su presencia en nuestras vidas.

El viñador no sólo escoge la cepa -buscando siempre la mejor- para su viña sino que se ocupa de ella observándola todos los días de punta a punta, para eliminar de ella todo lo la pueda amenazar y, sobre todo, para hacer salir de ella los mejores frutos.

Lo primero que se ve es el “sarmiento”.  Recordemos que el sarmiento es el vástago de la vid, largo, delgado, flexible, nudoso, de donde brotan las hojas, las tijeretas y los racimos. Del tronco, de la cepa plantada, van brotando los sarmientos.  Si viñador los deja que los sarmientos broten y crezcan espontáneamente, sin ponerle mano, notaremos que  de repente el tronco se llena muchos sarmientos, de todo tipo, como una especie de cabellera vegetal. Y es aquí donde el viñador tiene que intervenir.

En el v.3, Jesús dice que el viñador encuentra dos tipos de sarmientos, : (1) uno negativo, los que no dan fruto y (2) otro positivo, aquellos que sí dan fruto.  Veamos cómo interviene el viñador:

(1) Lo que Dios Padre hace con las ramas secas que no dan fruto es: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (v.3ª).

Cuando hay sarmientos que son improductivos la vid se nota cargada de un follaje excesivo que no hace sino quitarle la savia a las demás ramas y reducir la cantidad de uvas que podrían aparecer.  La primera obra de Dios Padre  es podar la vid, cortándole esos sarmientos que no producen fruto.

No es difícil entender el significado de la frase. En la 1ª carta de Juan (2,19) leemos: “salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros”.


(2) Lo que Dios hace con los sarmientos que se notan vivos, portadores de una gran fecundidad: “Todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (v.3b).

Los buenos sarmientos tampoco se quedan sin recibir la mano benéfica del viñador. De la misma manera, la segunda obra de Dios Padre es podar los sarmientos buenos para que den todavía más fruto. Y para ello usa su santa Palabra.

El término “podar”, en realidad es “purificar”, “limpiar” (no es “arrancar completamente”). Esto quiere decir que le hace retoques, que la recorta un poquito, para lo lograr lo que quiere de su viña. Así, viñador no sólo va recorriendo la vid arrancando las ramitas secas sino que le va haciendo pequeños retoques a aquellos más prometedores, de manera que los potencializa para que se vean mayores resultados.

Entendemos así que lo que viñador hace no es un acto hostil ni violento contra los sarmientos. Lo que está haciendo es bueno e inteligente: a quien puede dar más, Dios le pide más.

La modo como Dios nos purifica para que demos más está en las enseñanzas de Jesús.  Se puede hablar de una función “purificadora” de la Palabra de Dios. Por medio de ella comprendemos:
(a) en qué puntos de nuestra vida es que tenemos que trabajar;
(b) cómo en nuestras debilidades, allí donde no podemos salir adelante por nuestras propias energías, donde nuestras capacidades personales son insuficientes, Dios está obrando;
(c) que sólo por la obra del Padre que nos purifica misteriosamente con la Cruz de su hijo y nos colma con la fuerza irresistible de su amor (ver Jn 3,16-17), es que nosotros podemos “dar fruto”.

Del encuentro con la Palabra de Dios debe siempre resultar un “dar más fruto”. Sobre este punto trató el capítulo 14 de Juan. Hay una relación muy grande entre la Palabra y la transformación personal: “Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta, el Padre que permanece en mí es que realiza las obras” (Jn 14,10).  La consecuencias es que: “hará las obras que yo hago, y hará mayores aún” (14,12).

Pero ciertamente la purificación de la Palabra es una purificación en el amor: lima las asperezas de las malas relaciones, sana las relaciones fracasadas, aproxima las distancias. La Palabra sumerge siempre en una comunión profundísima con Dios que se irradia en todas las demás relaciones: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (14,23).  Esta es la Palabra que nos hace libres: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (8,31-32).

Muchas veces hacemos esta experiencia. Hay ocasiones en las que estamos desolados, tristes, con sentimiento de fracaso, nos sentimos débiles, experimentamos las consecuencias de los choques de la vida. Sin embargo, la obra del amor del Padre hace brotar de dentro, de su inhabitación en nosotros, una vitalidad renovada que le da nuevo sentido, luz y color a todas las cosas (ver Jn 3,21; 14,27; 15,11); la savia se manifiesta como autenticidad, amor, paz y gozo.

Por lo tanto el “fruto” esperado está relacionado con la “Palabra” sembrada en nosotros, la cual se manifiesta como conversión y compromiso, como cristificación de nuestra vida, esto es, como transparencia de la “Palabra encarnada” (Jn 1,14) que vivificó las oscuras soledades del mundo.

Esta es la obra del Padre en todos nosotros, por medio de la revelación de Jesús en sus palabras y en la “gran palabra” que es su muerte y resurrección por nosotros.  El Padre tiene formas maravillosas para hacer resurgir la fuerza de la vida de Jesús en nosotros, de manera que nuestra existencia tenga el calor, la felicidad, la integridad (o sea, la santidad), la paz,  la belleza de la vida de Jesús reflejada en nuestro rostro. 

Esta es la nueva, la verdadera y la definitiva viña del Señor.

2.2.      La respuesta del hombre: “permanecer” en Jesús (vv.4-5)

4Permaneced en mí, como yo en vosotros.
Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,
si no permanece en la vid;
así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
5Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto;
porque separados de mí no podéis hacer nada” (vv. 4-5).

La obra de Dios solicita nuestro compromiso, nuestra participación. No podemos esperar que los resultados caigan del cielo si no hacemos el esfuerzo de involucrarnos vitalmente en el cielo viviente que es Jesús, si no nos incorporamos en él. Una rama sólo puede dar verdaderamente sus frutos si está unida al tronco, si recibe su flujo vital.

Por eso Jesús pide una sola cosa: “¡Permaneced!”. 

El término “permanecer” (“meno” en griego) tiene dos connotaciones que apuntan a un qué y a un cómo. El “qué” es la inserción en la persona de Jesús; según esto, el “permanecer” en Jesús describe una relación profunda que consiste en el “estar” en él, el “habitar” en él, el “fundamentarse” en él. El “cómo” es la constancia en esa relación, la fidelidad que implica. Esto es lo que los otros evangelios llaman “seguir a Jesús”. El discipulado es el vivir este “permanecer” en Jesús en todas las circunstancias de la historia, acogiendo y expresando allí la vida del Resucitado.

Jesús invita entonces a entrar en la dinámica de una bella y sólida relación con él: “Permaneced en mí”.  Este “en mí” indica que la vida del cristiano consiste en encarnar la dinámica de vida de Jesús: un apoyar la vida toda en la persona de Jesús y permitir que poco a poco se cristifique el ser. Es lo que Pablo decía: “vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).  La vida de uno como discípulo consiste en esta interacción fecunda.

Permanecen en mí, como yo en vosotros”, indica un doble proceso:
(1) El “permaneced” en mí, que está en voz activa, es lo que nosotros debemos hacer;
(2) El “como yo en vosotros”, que está en voz pasiva, es lo que Jesús hace en nosotros.  Sólo en este doble movimiento se hace un verdadero discípulo, un solo aspecto no es suficiente. Es aquí donde muchas veces nos equivocamos en nuestra vida espiritual: o caemos en la autosuficiencia espiritual (una autosantificación) o caemos en un conformismo que espera que Dios se encargue él solo de todo.  La vida espiritual es este “juntos”, sólo así brota una vida fructuosa.

Entonces, de aquí se desprende que la relación con Jesús que caracteriza a un verdadero (¡viviente!) discípulo es:
-         Radical (=hasta la raíz, es decir, total)
-         Constante
-         Progresiva
-         Interactiva
-         Productiva

Con todo, Jesús nos invita a considerar cuidadosamente el contenido de esta relación: ¿Cuál es la atmósfera y el vínculo de esta relación circular?  Para ello, nos presenta las dos caras de la moneda:
(1) La vida cristiana “vacía” de Jesús y
(2) La vida cristiana cuyo “contenido” es Jesús.


(1) Primera cara de la moneda: “no puede dar fruto por sí mismo

Ahondando en la comparación de la vid y el sarmiento, Jesús subraya la necesidad que lo segundo tiene de lo primero: “Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí”. 

El comienzo del v.5 lo enfatiza ahora con toda claridad: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”. Sólo hasta este versículo –y precisamente en el centro de esta sección de la enseñanza- Jesús revela que los sarmientos son los discípulos (aunque se presupone en los anteriores) porque el tema ahora es la dinámica de vida cristiana, esto es, el discipulado. Lo que queda claro ahora es que dinámica del discipulado es la de la construcción progresiva, cada vez más honda y fuerte, de la “comunión” con Jesús. He aquí el secreto de la fecundidad espiritual y apostólica.

Cualquier intento de llegar a algún resultado prescindiendo de Jesús está destinado al fracaso. Sin Jesús un discípulo no puede hacer nada, está perdido en el mundo, no tiene identidad ni misión ni ruta. Por lo tanto, debe tratar de estar unido a él lo más estrecha y sólidamente posible.  Y esta necesidad está motivada también por el hecho de que Dios mismo ha puesto todo su interés para que los discípulos den el máximo de ellos mismos y, de esa manera le den frutos de vida al mundo (ver el v.2).

Un discípulo de Jesús que no tiene a Jesús como punto de partida de todo lo que hace, realiza un seguimiento amorfo y gaseoso, vive una espiritualidad vacía y una piedad doble que es cumplidora (y da buena apariencia) pero que consiste en salirse siempre con la suya.


(2) Segunda cara de la moneda: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto

El punto principal no es el hecho negativo de lo que le sucede al discípulo separado de Cristo, sino lo positivo, el gran misterio que encierra su comunión con él: Jesús y su discípulo “permanecen” el uno en el otro.

Este el culmen de la experiencia bíblica de la “Alianza”: “Yo seré vuestro Dios y vosotros mi pueblo”.  Sólo que la experiencia de la Alianza da un paso hacia delante, ya no es el estar el uno junto con el otro, sino el uno en el otro, es decir, una relación idéntica a la que Jesús sostiene con el Padre: “El Padre permanece en mí...  Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (14,10-11).

Esto se traduce en la vida cotidiana en un tremendo sentido de la presencia de Jesús en nuestra vida, en la toma de conciencia continua de lo que está obrando en y a través de nosotros y en la paciencia y la docilidad para dejarnos conducir por él.  Este es el ejercicio del “él en mí y yo en él”.  La oración y la vida cotidiana del discípulo deben estar impregnadas de este ejercicio.


2.3.      Los frutos de la comunión con Jesús: Oración, Discipulado y Misión de alta calidad (vv.6-8)

6Si alguno no permanece en mí,
es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego y arden.
7Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
8La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto,
y seáis mis discípulos” (vv.6-8).

Con dos condicionales (“si alguno... entonces”) y una frase conclusiva (“La gloria del Padre consiste en...”) concluye nuestro texto.  Aquí se responde a la pregunta: ¿Qué resulta de la comunión con Jesús?  Como quien dice: ¿Qué debemos esperar de un discípulo de Jesús –que sea, que viva y que haga- en el mundo de hoy?

Tenemos aquí una bella síntesis de todos los versículos anteriores, cuyas enseñanzas se proyectan ahora en la vida cotidiana.

Para enfatizar las consecuencias de  la comunión con Jesús, se presentan de nuevo las dos caras de la moneda que vimos anteriormente.


(1) Fuera de la comunión con Jesús: “Si alguno no permanece en mí...

De nuevo la primera obra del Padre es remover los sarmientos que no producen fruto (ver de nuevo el v.2ª): el Padre los “arroja fuera” y “se secan”.  Los que parecen ser discípulos pero no lo son (mucha hoja pero nada de fruto), son sometidos al juicio que Jesús describe con esta sugerente comparación:
-         “Los recogen”.
-         “Los echan al fuego”.
-         “Arden”.

Esto nos recuerda otros pasajes de los otros evangelios, como por ejemplo Mt 25,41-46.  No es que Dios quiera hacernos daño, es cada persona la que se daña a sí mismo con una mala orientación, firme y consciente, de su proyecto de vida.  El destino final no hace sino confirmar lo que cada uno construyó a lo largo de su historia. Como decimos “se tiró la vida”, “no dio con nada”, el final es el resultado de la propia contradicción.

Enfaticémoslo: del dar fruto o no depende el destino personal.  Jesús no nos ha llamado para sostener con él una amistad individualista (una “piedad privada”), nos ha destinado para comprometernos con el mundo que nos rodea, un mundo en el que –por muchas razones- hay sarmientos secos que esperan que hagamos la obra vivificadora y potencializadora del crecimiento característica del Padre y Jesús.  De nuestro compromiso con la vida de los otros depende nuestro destino.


(2) Dentro de la comunión con Jesús: “Si permanecéis en mí y mi palabra en vosotros

Cuando una persona vive en comunión (radical, constante, progresiva, interactiva y productiva) con Jesús los frutos se ven.  Los frutos evidencian un discipulado intenso. Los frutos constituyen el criterio último de la vida espiritual.

Y los frutos (los jugosos racimos de uva que provienen de esta fecunda vid) no son abstractos: se trata de la vivencia de lo que Jesús dice en sus enseñanzas, es decir, vienen de la obediencia a la Palabra. Por eso sustituye el “yo permanezco en él” por la frase “mis palabras permanecen en vosotros” (v.7ª). 

Esto lo aclara Jesús más adelante: “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor” (15,10). Lo que Jesús pide que se haga es “amarse los unos a los otros como él nos amó en la Cruz”, esto es, amar y perdonar,  sumergirse en el abandono confiado al Padre, entregarse incondicionalmente en el servicio y en la misión dando la propia vida. 

El primer gran fruto: la oración eficaz


En una vida comprometida de esta manera (sobre esta base de la relación justa y amorosa con los demás) la oración (la petición: lo que se espera de Dios) se vuelve eficaz: “Pedid lo que queráis y lo conseguiréis” (v.7b). En otras palabras, los esfuerzos que estamos esperando realizar alcanzan sus logros. Y esto porque nuestra vida está en sintonía con el querer de Dios.  La eficacia de la oración está condicionada al plan de Dios, un plan que conoce quien está en comunión de vida con Jesús.   Esto significa:
(1)   vivir lo que Jesús nos ha prometido en su Buena Noticia, y
(2)   llevar a cabo su obra en el mundo.

Profundicemos:

(1) Notemos que en el texto Jesús dice “mis palabras” no utiliza el término griego “logos”, que indica la Biblia entera, sino “rhema”, que indica las promesas específicas de Jesús. Esto es precisamente lo que hay que pedir.  No olvidemos que la oración y la Palabra de Dios van juntas: la Palabra nos describe el amplio cuadro de la obra de Dios en el mundo, lo que él hace para nuestra salvación, para nuestra plenitud como creaturas suyas.  Esto es lo que nos ofrece como promesa.  La oración no es una manera de arrancarle a Dios lo que yo quiero que él haga, sino pedir que haga lo que prometió hacer. Por eso hay que orar en sintonía con la Palabra: “Si mis palabras... pedid... lo conseguiréis”.  A veces puede tomar algo de tiempo, pero ciertamente lo hará.

(2) Si miramos el contexto del discurso de despedida de Jesús (Juan 14-16) notaremos también que cuando Jesús habla de la oración no se refiere a cualquier tipo de petición. Constantemente se refiere a la oración que implora la fecundidad de la misión (que al fin y al cabo es la obra transformadora del mundo). Leamos Jn 14,12-14. Una vez más queda claro que la fecundidad de evangelización (y todo esfuerzo por transformar el mundo) depende en última instancia de la comunión con Jesús y de la obra del Padre.

El segundo gran fruto: el glorificante testimonio que atrae al mundo

El texto concluye con la frase: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (v.8).

Podríamos decir que aquí está la síntesis todas las enseñanzas. Se comenzó con la obra del Padre (una especie de nuevo génesis en la vida pascual del cristiano, como se describió en el v.2: “Mi padre es el viñador” que trabaja por la viña “para que de mas fruto”) y se termina con la “gloria del Padre” en la plenitud de la vida (ver el v.6 que se refiere al final de los tiempos).  El Padre está en el origen y en el culmen de todo.

Un discípulo le da “gloria” al Padre, es decir, revela su verdadera realidad de Padre generador de vida. La manera de evidenciarlo es:
(1) Viviendo en comunión con Jesús –que es la plenitud de vida- en la dinámica del discipulado y
(2) Convirtiéndose en un valiente apóstol que esparce frutos de vida por doquiera que va.  Notemos que hay un “hacia dentro” y un “hacia fuera”, en la dinámica del hombre nuevo creado por Dios.

Los dos aspectos van juntos y configuran una vida de glorificante testimonio. Por estilo de vida de los discípulos, por el gozo, el amor y la paz que irradian –que son los dones pascuales de Jesús- , por su compromiso concreto a favor de la vida en el mundo, los discípulos atraen a mucha gente hacia esta novedosa experiencia de Dios. Y en esta fecundidad misionera que hace del mundo la viña –el jardín de la vida- que Dios siempre quiso, “el Padre es glorificado”, es decir, es reconocido y acogido por el mundo todo como Padre generador de vida.




3.         Releamos nuestra vida: la dolorosa incorporación a Cristo

La alegoría de la “Vid, los Sarmientos y los frutos” (Jn 15,1-8) que leemos en este quinto domingo de Pascua nos llevó a considerar atentamente lo que se anunció el domingo pasado como obra principal de Jesús Buen Pastor: “él da la vida”, “él nos vivifica dándonos su propia vida”.

Una vez que hemos leído el texto completo, casi palabra por palabra, podríamos detenernos reposadamente en la obra pascual descrita en la alegoría contada por Jesús. En la Pascua somos incorporados bautismalmente en la persona de Jesús, muriendo y resucitando con él.  Para el evangelio de Juan esta incorporación puede ser comprendida si nos fijamos en la comparación tomada del mundo agrícola palestino.

La Pascua de Jesús hace posible en el mundo el jardín de la vida, de la vida abundante y con calidad, que es el jardín del amor (Jn 15,9), de la alegría (15,11) y de la paz (14,27). Pero este jardín brota en la Cruz, allí donde Jesús le dio su propia vida al mundo.

¿Cómo aparece la Cruz vivificadora en el pasaje de hoy?  En el v.2, donde dice que el sarmiento es trabajado dolorosamente por el viñador. Se habla de “cortar” y de “podar”. En Jn 3,16-18, del que hicimos la “Lectio” en el tiempo de cuaresma pasado, vimos que la Cruz era juicio para quien no la acogía (“ya está juzgado porque no ha creído”, Jn 3,18), pero que Dios se la jugó toda por la salvación: “no ha enviado a su Hijo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por él”, Jn 3,17).  Notemos las correspondencias entre los dos pasajes.

Pero hoy tenemos la oportunidad de ir un poco más allá en el caso del creyente: Dios interviene en nuestra vida con la Cruz y la Cruz es salvífica.

Cuando Dios interviene en nuestra vida con la Cruz, no quiere decir que esté rabioso con nosotros, ni que nos esté castigando. Se trata de lo contrario.

Claro que uno se pregunta: “¿Por qué el viñador poda el sarmiento y lo “hace llorar”, como acostumbramos decir?  Pues por una razón muy sencilla: sino la poda, fuerza la vid se desperdicia, se cosecharán más uvas de las debidas, a lo mejor tiene más cantidad pero se pierde calidad puesto que no todas llegan a la maduración, y esto le baja la gradación al vino.  Recordemos que cuando una vid permanece mucho tiempo sin que la poden, comienza a tener una apariencia selvática y solamente produce racimos de uvas silvestres, pequeñas y amargas, de mala calidad.

Lo mismo sucede con nuestra vida. Veámoslo con un ejemplo concreto: vivir es optar continuamente y toda opción implica una renuncia. Una persona que en la vida quiere hacer muchas cosas al mismo tiempo o cultiva una infinidad de intereses y de hobbies, termina dispersa, no da excelencia en sus asuntos.   De ahí que es necesario “podar”, esto es, tener el coraje de tomar decisiones dejando de lado algunos intereses secundarios para concentrarse en algunos prioritarios.  Y esto vale también para otros ámbitos de la vida, como por ejemplo, determinados hábitos que nos hacen daño o le hacen daño a otros.

Es así como se moldea nuestra vida de discípulos, como Jesús se forma en nosotros, como somos cristificados pascualmente.

La santidad se parece a una escultura.  Leonardo da Vinci, definió la escultura como “el arte de quitarle a la piedra lo que le sobra”.  Todas las demás artes consisten en agregar algo: el color se agrega al lienzo en la pintura, la piedra se le suma a otra piedra en el caso de la arquitectura, uno nota se le agrega a otra en el caso de la música. Sólo en el caso de la escultura lo que se hace es quitar en lugar de agregar: al bloque de mármol se le quita con el cincel y el martillo todo aquello que le sobra para que aparezca la figura que el escultor tiene en la cabeza.  También la perfección, la maduración cristiana se obtiene así: quitando, podando las piezas inútiles, es decir, los deseos, las ambiciones, los proyectos y las tendencias internas que nos dispersan del objetivo central de la vida y no nos permiten realizarnos de verdad.

Les voy a poner otro ejemplo, esta vez con un cuento. Un día, Miguel Angel, paseándose por un jardín de Florencia, vio de lejos, en una esquina, un bloque de mármol que sobresalía de la tierra, estaba medio cubierto de hierba y de fango.  De repente se detuvo, como si hubiera visto a alguien conocido, y dirigiéndose a los que amigos que lo acompañaban les dijo: “En aquél bloque de mármol está encerrado un ángel, debo sacarlo”.  Y armándose de un cincel comenzó a arrancar pedazos de piedra de aquél gran bloque hasta que fue emergiendo poco a poco la figura de un ángel.

También Dios nos mira y nos ve así: como a los bloques de piedra que todavía están amorfos pero con una gran potencialidad, y dice enseguida: “Allí dentro está escondida un hombre nuevo que espera que lo saque a la luz; es más, está escondida una imagen de mi propio Hijo Jesús, quiero sacarlo”.

Y entonces, qué hace, toma el cincel que es la Cruz y comienza a trabajar. Toma las tijeras del viñador y comienza a podar. No debemos ponernos a buscar qué cruces nos pueden santificar más, eso no le agrega nada a lo que la vida, ella solita, nos presenta con su carga de sufrimiento, de pesadez, de tribulaciones.  Y Dios aprovecha precisamente eso para nuestra purificación y nos ayuda a hacer brotar el hombre nuevo que ha estado creando en nuestra interioridad.

Esto es lo que el Padre quiere, lo que más desea de nuestra vida, lo que le da gloria: que demos mucho fruto y que lleguemos a ser de verdad discípulos de Jesús (v.8). Dios quiere que brote la vitalidad, que desarrollen todas las potencialidades de nuestra existencia, y para ello tenemos que permanecer unidos a Jesús.

Dios Padre tiene muchos caminos para llevarnos a una unión más profunda con Jesús, para que podamos vivir la intensidad y la gracia de su vida resucitada. Lo que Dios quiere es nuestra felicidad, nuestra integridad, nuestra santidad. No que nos quedemos pasmados (como los racimos de uva que no fueron convenientemente trabajados) sino que nuestro proyecto de vida sea exitoso, que se refleje en nuestro rostro la belleza de la vida, la belleza de la personalidad cristiana, no la tristeza sino la serenidad, en otras palabras, la belleza de Dios.


4.         Releamos el Evangelio con un Padre de la Iglesia

“El Señor dice que Él mismo es la Vid, y que somos como las varas que de ella brotan.
En efecto, fuimos generados a partir de Él y en Él, en el Espíritu, para dar frutos de vida, pero de una vida nueva que consiste esencialmente en el amor operante para con Él.
Antes dábamos frutos marchitos de una vida decadente.
Somos, pues, conservados en el ser, insertos de alguna manera en Él, si nos mantenemos prendidos tenazmente a sus santos mandamientos que nos fueron dados, si ponemos todo nuestro empeño en conservar el grado de nobleza conseguido, y si no permitimos que sea entristecido el Espíritu que habita en nosotros, aquel espíritu que nos revela el sentido de la inhabitación divina.
La manera como estamos en Cristo y Él en nosotros, nos lo explica san Juan: ‘Por esto se conoce que permanecemos en Él y Él en nosotros: por el Espíritu que nos concedió’ (1 Juan 3,24; ver 4,13). Tal como la raíz le transmite a las ramas las cualidades y la condición de su naturaleza, así el Verbo Unigénito de Dios le concede a los hombres, y sobre todo a aquellos que están unidos a Él por medio de la fe, su Espíritu…”.

(San Cirilo de Alejandría, In Io. ev., lib. 10,2)





5.         Cultivemos la semilla de la Palabra en la vida:

5.1.      Releamos el texto e interroguémoslo:
            5.1.1.   ¿Cómo “toma cuerpo” en nosotros el misterio pascual?, es decir, ¿Cómo nos vivifica a nosotros el Padre del Resucitado?
            5.1.2.   ¿Y puesto que la vida pascual es un proceso dinámico, tan fuerte como frágil, qué hay que hacer para la vida de Jesús en nosotros se desarrolle verdaderamente?
            5.1.3.   ¿Qué frutos se esperan de nosotros lo que vivimos la experiencia pascual?
            5.1.4.   ¿Sobre qué base se edifican la vida de oración, la vida comunitaria y el apostolado?
            5.1.5.   ¿Qué rostro de Dios se revela en el misterio pascual?

5.2.   Releamos con la “luz” de la Palabra las honduras de nuestra propia vida:
            5.2.1.   ¿Mi vida es un sarmiento seco o viviente?
            5.2.2.   ¿Qué potencialidades descubro en mi vida que todavía no se han desarrollado?
            5.2.3.   ¿Cómo me ha purificado el Señor en los últimos tiempos? ¿Cómo se ha dado la Cruz-Pascual en mi vida? ¿Me he resistido o me he abierto?
            5.2.4.   ¿Qué medios me ayudan a sostener la “unión” viva a Jesús? (la Lectio Divina, los Sacramentos, los compromisos apostólicos, la oración, etc.)
            5.2.5.   ¿Qué decisiones (del tipo “arrancar definitivamente” o “podar”) descubro que debo tomar a partir de la “Lectio” de este evangelio?


P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM



Una invitación a la oración


Sin ti no podemos hacer nada

Señor, sin ti no podemos hacer nada.
Tú eres el fundamento, el vigor y la plenitud de nuestra existencia.

Somos fruto de la mano amorosa del Padre
que nos inserta en ti
para que seamos una creación nueva
en mundo ya envejecido,
en una viña que había fue llamada
a la vida en plenitud
pero que convertimos en territorio
de muerte e infelicidad.

Gracias por esta Buena Nueva de hoy.
Ahora comprendemos mejor lo que
en esta Pascua estas obrando en nosotros,
en la Iglesia y en el mundo entero.

Permítenos, Amado Señor,
comprender y valorar siempre más
el misterio de tu vida en nosotros,
y poder ser coherentes con lo
el Padre amorosamente espera
que hagamos en el mundo.


Concédenos, Señor, una apertura muy
grande al don de tu vida,
para que ella nos inunde completamente
y rebose de tal manera
que nuestra presencia en el mundo,
como personas y como comunidades,
sea un testimonio que atraiga a todos hacia ti
y se realice tu obra de vida, de amor,
de justicia y de paz en el mundo.
Amén.
(F. O.)